Detesto tus costumbres, tus silencios y a mi misma por extrañar cada uno de tus detalles con tanta intensidad. Trazando rutas, volviendo a casa. Sola, para que mi conciencia me apabulle y me recuerde cada uno de tus lunares. Sola, porque no me atrevo siquiera a pensar en olvidarte. Un pie y luego el otro, pereza incesante que no me permite pensar en el paso siguiente, si no más bien me exige tranquilidad.
Tranquilidad que me sobra, y la cual prefiero donar a personas con exceso de acontecimientos, si hablando claro y fuerte a mi hace mucho tiempo dejaron de ocurrirme anomalías.
Y como resultado de la monotonía, lo único que me quedaron fueron mis pedazos de romanticismo dramático y proyectos archivados en una de las mil cien carpetas que albergan lo poco que conservo de ti, plasmado en unas miles de letras que cuido y que no se irán como tú lo hiciste.
Recogiendo las piezas del puzzle que nunca terminé de armar, suelo proyectar una posible reconstrucción de mis sentidos. Caminamos muy lejos, y debimos haber dado vuelta antes de que nos adentráramos en un terreno que no nos correspondía.
Ahora ya no caminamos juntos y mientras yo oprimo tecla tras tecla y oigo un sin fin de canciones en las que encontrar inspiración, tú te encuentras donde mi voz no llega.
De alguna forma u otra siento que no quiero despegarme de lo que alguna vez fuimos, y si doy un paso al costado me estaría dando por vencida, bajando los brazos y cediendo el lugar que sé que me corresponde. En mi mente se desarrolla una lucha interna que no quiere cesar. Mi razón contra mis ganas de tenerte conmigo. Siquiera estoy de alguno de los dos lados, puede que me mantenga neutra, puede que cada día te extrañe más. Así como también puede que el silencio esté acabando con mi cordura. Pero puedo vivir con eso. No es más que uno de los tantos efectos secundarios de quererte.
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